Esto no es una reseña: es la crónica de una lectura.
El libro descansa encima de la mesa. Su cubierta es sombría y desestabilizante, solo un par de símbolos en tonos oscuros, casi goyescos. Abres y el negro se traga tus ojos: hay un toro blanco en campo de noche con una cruz grabada a hierro. Paso la página y sigue la oscuridad.
Ahora es la osamenta de un carnero.
Arriba, la palabra “Insomnia”. Abajo, “Valdemar”.
Llega la historia y empieza la sed que me acompañará todo el camino. El papel irradia un calor infernal que me quema la glotis y araña mis cuerdas vocales: descubro la anatomía de mi propia garganta desde la primera página.
Intento salivar para aliviar la sensación de deshidratación.
No lo consigo y me dirijo a la cocina.
Me paro delante del congelador y meto la mano en el recipiente que mantengo lleno de cubitos de hielo. Tomo un par de ellos y me humedezco los labios. Sitúo los hielos sobre la lengua y dejo que se vayan deshaciendo, saboreando el agua fría que desprenden, dejando que los hilos de plata enjuaguen mi garganta sedienta.
Leo nombres: Samuel, Ruth, Alicia, Abreu, Alfonso, “el hippie”, Tote, David, Inés, el médico, Cándido, Gzhala.
Son los personajes.
Hay una carretera infinita.
El calor aplasta varias filas de coches contra el asfalto durante decenas de kilómetros, como una inmensa cremallera que rompe la tierra en dos y deja ver sus entrañas.
Puedo oír a las moscas sobrevolando las escenas de día, y a las cigarras estridulando desde los márgenes cuando la acción sucede de noche.
La muerte es la autoestopista de este viaje estático, una presencia inmanente que arropa a cada personaje con el amor de una madre entregada. Cada uno de los personajes tiene su infierno personal, que es su coche, en el que permanecen encerrados con una obstinación inexplicable.
Huele a neumático recalentado, a alquitrán derretido, a gasolina quemada, a orines y a sudor. La humanidad y el paisaje se van licuando en este corredor de la muerte a cielo abierto.
Se dejan sentir Cortázar y Rulfo, pero el drama podría ser también lorquiano, uno de esas tragedias que inciden en la raíz de nuestro inconsciente colectivo.
Cada noche trae un asesinato, y cada día, nuevos sospechosos.
Este thriller ibérico va dejando un reguero de cadáveres que empieza a apestar y yo solo quiero saber quién va a seguir vivo mañana. A veces parece que los personajes me estén gritando desde las páginas para que les ayude, para que les pase unos buches de agua, para que corra a la página 253 y les diga si Cañadas los ha indultado.

Ninguno quiere morir, a pesar de estar sumergidos en un mal sueño, pegajoso, que no parece terminar nunca.
Voy contando esqueletos. Uno a uno, los personajes van cayendo, a veces solos… otras, viajan con más muertos en el maletero.
Hacia el final, hay un momento en que algunos abandonan sus coches y se adentran en la cuneta, recorriendo varios kilómetros para encontrar la locura bailando en unas ruinas cercanas. Los locos no tienen miedo a morir, como si eso les sirviera de amuleto contra la muerte.
Pero en esta historia nadie está a salvo.
Me pregunto si yo lo estoy.
Entonces escucho quejidos infantiles: uno, tres, quince… cincuenta y dos y, de pronto, las llamas envuelven la escena. El fuego me quema las pestañas si me acerco demasiado a las páginas, y huele a piel abrasada, a huesos calcinados, a grasa asada. Piras de cuerpos que se retuercen entre los naranjas y los amarillos, aullidos de dolor que rompen el silencio de la noche.
Quiero que el atasco termine de una vez, que los motores arranquen y me saquen de este tanatorio.
Quiero, necesito, me urge un final, aunque no sea feliz.
No me interesa que el protagonista encuentre el amor, o que alguna ayuda llegue. Solo quiero que esto termine, que la sed me abandone y que el dolor cese para los personajes.
Morir es hermoso, cuando la vida implica un sufrimiento inhumano.
Maldigo a Cañadas y los personajes lo maldicen conmigo. ¿No podías haber escrito una de aventuras? Sí, hombre, una de esas historias donde el bueno se redime después de pasar por incontables pruebas y los villanos se reconocen por su maldad cáustica.
En esta novela, todos pierden. Quizás lleven muertos mucho tiempo y este sea el limbo donde los has llevado para volverme loca, autor.
Llego a la última página.
La historia concluye en letras impresas, pero sigue desarrollándose en los recovecos más ocultos de mi mente.
¿Qué me has hecho, Cañadas?
¿A dónde me han llevado tus palabras?
He aprendido que el fin del mundo está a la vuelta de cualquier curva, que no hace falta castillos embrujados o casas encantadas para que el mal se ponga al volante de la realidad.
La realidad es el mal, Cañadas, y tú, su escribiente.
Afuera, las sombras se dilatan y devoran los contornos de mi campo de visión. Permanezco acurrucada algún tiempo, en el suelo de la cocina, cerca de mis reservas de agua. Si me muevo, sé que los muertos del libro vendrán a visitarme, estoy segura. Sus figuras se recortarán contra la luz mortecina de este atardecer y me pedirán explicaciones ¿por qué no nos ayudaste? ¿por qué seguiste leyendo?
Resistiré aquí hasta que la luz desaparezca y no puedan formarse ante mis ojos, por eso los mantengo cerrados.
Cuento los minutos para poder entrar en la seguridad que proporciona la oscuridad.
El libro me acompaña en este suelo, objeto repulsivo del que no puedo desprenderme.
Entreabro los párpados y empiezo a calmarme.
Parece que, pronto, será de noche.
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