(Inicio del cuento incluído en la antología Cuentos desde el Otro Lado, editado por Concepción Perea para Ediciones Nevsky y que se puede adquirir en La Casa del Libro, Cyberdark y Amazon)
por Cristina Jurado
«Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas.»
Harriet Beecher Stowe
La criatura apareció cuando murió su padre y ella se quedó huérfana por segunda vez. En realidad, él había muerto muchas veces antes, cada vez que desaparecía. No recordaba cuántas. Su memoria era un contable falible, llevaba las cuentas como quería, y tenía tendencia a redondear por lo alto cuando se trataba de ausencias.
El día antes de su muerte, viajó miles de kilómetros para verlo sin saber cómo iba a hallarlo. Se encontró con él aquella mañana, cuando llegó a una casa que no era la suya, sino la de su padre. No lo reconoció. Se parecía, pero nada tenía que ver con él. Era la misma cara, el mismo cabello rizado, el mismo lunar en la mejilla, los mismos labios carnosos. Pero ahora el pómulo estaba hundido, el pelo casi desaparecido, la piel amarillenta, consumida por el cáncer y la quimioterapia.
Él se alegró de verla. Al menos, eso dijo, y luego se hundió en el sopor de la morfina. Ya no volvió a hablar voluntariamente. Contestaba en monosílabos si se le preguntaba, emitiéndolos en forma de susurro, pero sus palabras se fueron haciendo cada vez más difíciles de entender.
Su respiración era una tortura, tanto para él como para quien lo escuchaba. Le costaba un esfuerzo inhumano atrapar el aire y hacerlo llegar a sus pulmones. El ruido que hacía era insoportable. Ella nunca había oído estertores pre-morten hasta entonces: desconocía la existencia de aquellos gruñidos profundos que maltrataban la garganta porque la obligaban a producir sonidos más animales que humanos.
Escucharle respirar era casi como respirar con él. Habían traído una bombona de oxígeno para ayudarle a ventilar, pero cada esfuerzo era un combate que se ganaba segundos después, cuando llegaba la espiración, que era una burla dolorosa a la enfermedad más que un premio.
Le tocó, junto a la mujer de su padre que no era su madre, hacer de enfermera, suministrándole los fármacos que lo aliviaban. Esas eran las instrucciones de los médicos de cuidados paliativos, pero siempre que ella le preguntaba si le dolía algo, él negaba con una mueca. Estaba muy agitado, removiéndose en la cama, cambiando de postura a cada momento, como si quisiera evitar permanecer mucho rato en la misma posición por temor a que la inactividad atrajera a la muerte.
La noche lo aterrorizaba. Tenía problemas para conciliar el sueño desde que empeorara su estado de salud y, a pesar de los somníferos, no paraba de sentarse en la cama o de hablar. Solo dormía a ratos durante el día, cuando la luz inundaba la habitación, y luchaba contra el sueño cuando el sol se ocultaba porque temía no despertarse más. Entonces se estremecía de una manera incontrolable, los brazos trepidando a lo largo del cuerpo, la cabeza temblando, débiles lamentos escapándose de su boca, perseguido por pesadillas atroces, para despertar después con los ojos desorbitados, el terror asomando a las pupilas dilatadas y la respiración atascada.
Murió durante la noche, poco antes de las doce. La oscuridad que tanto temía lo engulló y su pecho dejó de levantarse. Tenía los ojos en blanco, apuntando al techo, pero ya no veían nada. Ella tomó su mano y no le encontró el pulso. Su hermano se despidió y le deseó que marchara tranquilo. Alguien le cerró los ojos y ella se quedó allí sentada, con la mano de su padre entre las suyas, buscando las pulsaciones que sabía no iba a encontrar.
Todo el mundo empezó a llorar. Ella también, pero sus lágrimas no eran de pena sino de rabia. Él era solo un visitante ocasional en su vida y se dio cuenta de que aquella muerte se había producido para ella muchos años atrás. Le parecía injusto, y si buscaba el pulso sin esperanza de hallarlo, era porque en el fondo quería encontrar algo.Se sentía muy niña de nuevo, ansiando el calor del padre, como aquella vez que, viendo una película de terror de noche, buscó su abrazo. Él se rió y le contó el secreto que haría que nunca más se asustase: todo era mentira, la sangre, las lágrimas, los muertos. Ella tenía siete u ocho años, y nunca más volvió a temer aquellos largometrajes. Pero aquello no era película, y él no era un actor de cine que acabara de rodar una escena. Aquella era una muerte, sin cámaras filmando, ni equipos detrás contemplando la escena, ni nadie diciendo “¡corten!” para que el silencio se rompiera. Y ella no era una actriz. Pero el que estaba allí tendido había sido su padre y solo se oían sollozos, quizás los suyos propios.
Se quedó con la mano del padre, que ya no lo era, entre las suyas. No quería dejarlo solo porque, entonces, se lo llevarían. Vendrían unos señores muy educados y perfectamente trajeados con una caja de madera y lo meterían dentro, y ella saldría de la habitación para que lo vistieran, y tendría que oír cosas como “antes de que se enfríe”, y ver a esos extraños tocándolo. Se metió en el cuarto de baño cuando bajaron la caja al furgón, rumbo a la funeraria. Las paredes latían a su alrededor emitiendo ráfagas de abatimiento que la penetraban sin encontrar resistencia. A pesar de que nadie la acompañaba, no se sentía sola. Notaba una cualidad animal en la energía que la rodeaba, más propia de una cuadra que de un aseo, un olor a madera envejecida, bosta fresca y paja húmeda, un crujido de tablas de fondo que le resultaba amenazante, porque se imponía sin corresponderse con el espacio que ella ocupaba. Aquella sensación la acompañó mientras seguía al furgón en el coche de un familiar cercano.
La última vez que tocó a su padre en el tanatorio, la misma tarde del entierro, el cuerpo llevaba muchas horas acostado en el ataúd a baja temperatura. Tuvo que obligarse a rozar la frente con los labios en algo parecido a un beso. Notó el frío de su piel, que ahora era cartón piedra. Su padre había sido muy moreno, pero ahora su semblante tenía la apariencia dorada y mate de la cera silvestre. La muerte era amarilla, el color que manchaba el cadáver. Por un momento, la escena adquirió una pátina de realidad desteñida, como una fotografía sobreexpuesta a la luz. Aquel extraño barniz se comía los bordes del ataúd, amortiguaba los sollozos del resto de su familia y parecía aumentar el peso del aire en la habitación. Ella se dio cuenta de que no estaba preparada para despedirse porque aquel hombre era un extraño. ¿Cómo demonios se despide a un desconocido?
El tanatorio se asemejaba a la sala de espera de un aeropuerto del que no salía ningún vuelo. La parte que visitaba el público estaba decorada con la intención de parecer una acogedora sala de estar, pero los buenos propósitos se habían quedado en el intento. No había nada acogedor en la tristeza de los concurrentes, real o fingida, por muchos centros de mesa que se colocaran en los rincones. La parte trasera albergaba la cámara frigorífica y el frío lo impregnaba todo. Hasta la oficina donde los reunieron para explicar a la familia las cosas que no podían procesar porque todo daba ya lo mismo, nada importaba, ese no era ya su padre. Aún así, hubo que ponerse de acuerdo, unos cedían y otros concedían, y el quórum al que se llegaba era postizo porque nadie decía lo que realmente pensaba, sino lo que quedaba más elegante.
Hacía mucho frío. Era la temperatura de la conservación funeraria, la meteorología del más allá en el más acá. Donde ya no existía la persona, aunque los demás siguieran empeñados en llamarla así, solo había un conjunto de órganos apagados, en huelga permanente e indefinida, un espacio ocupado por materia que se transformaba de estado. El frío detenía el tiempo o, mejor dicho, lo ralentizaba, para que el cambio se demorase y durante unas horas los familiares vivieran en la ilusión óptica de que el que yacía estaba dormido. “Descase en paz”, les decían, pero no podía descansar lo que no está cansado porque ya no vive. Eran los demás, los de éste lado del frío, los que seguían tratando al que ya no estaba como si fuera uno de ellos, y le aplicaban las mismas leyes y formalidades, y hasta esperaban que a él le pareciera bien. Pero lo cierto es que nadie estaba preparado para aceptar el cambio. Aquél, ya no era su padre, y ella no lo podía llorar, las lágrimas no afloraban.
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