Relato publicado en el último número del fanzine miNatura dedicado a las distopías.
El número par es perfecto y celestial. La díada encierra la belleza de lo múltiple, de la alteración y del devenir, imprescindibles para el desarrollo de la vida. Por eso la aspiración suprema del ser humano es alcanzar la perfección dual numérica. De otro modo ¿cómo explicar el cuerpo dotado de un par de ojos, orejas, fosas nasales, brazos y piernas, hemisferios cerebrales, pulmones, intestinos, nalgas, orificios de expulsión de desechos, testículos, ovarios, ventrículos y aurículas? ¿De qué forma interpretar los doce pares de costillas y los veintiocho dientes?
Desde que los Matemáticos partieran a la conquista del número perfecto y de la proporción ideal, el dos se convirtió en objeto de culto por ser la unidad mínima de paridad que define el equilibrio del mundo a través del juego de los contrarios, que siempre van en pareja: no hay hogar sin cimientos ni tejado, ni himeneo sin macho y hembra.
Lo impar es impuro pues implica lo incompleto, lo interrumpido, lo indivisible. Ese es el motivo por el que recortamos la lengua a nuestros bebés para que la luzcan fisurada. Hemos conseguido cifras demográficas pares favoreciendo los nacimientos gemelares o de cuatrillizos e interrumpiendo los embarazos únicos. Por algo alumbrar se dice “parir” en el lenguaje cotidiano. Lógicamente, suprimimos al gemelo sano que sobrevive al fallecido.
La nuestra es una nación progresista donde los nones no existen y el triángulo está prohibido por constituir blasfemia. La peor de todas es la herejía del número uno, que no tiene pareja y profana la estabilidad de nuestra sociedad predicando la soledad ¡sedición malsana que solivianta las almas! Como forastero que llega en solitario, tu presencia es subversiva. ¿Entiendes ahora por qué debes morir?