Carta de amor… a un libro

Lo mío con los libros fue un amor a primera vista. Me atraparon con su sonrisa cuando yo debía tener unos cinco o seis años y, desde entonces, permanezco bajo su hechizo. “¿Los libros sonríen?”, me preguntareis. Y yo os contesto: “¿a qué se parece un libro abierto visto de frente y de perfil?”. Para algunos tiene forma de pájaro volando… yo siempre he creído que parece una boca sonriente.

Recuerdo perfectamente la cartilla de lectura: “a” de “araña”, “e” de “elefante”, “i” de “iglesia”, “o” de “ojo” y “u” de “uvas”. La mayoría de los niños de mi edad advertían en la cartilla garabatos gordos y delgados que iban adquiriendo sentido y que, combinados unos con otros, destrababan el secreto de la lectura. Yo, en cambio, veía arañas de ojossaltones que habitaban iglesias construidas sobre elefantes y que se nutrían de toneladas de uvas. Y aunque hoy en día esté leyendo la receta de las chuletas de ternera con salsa “Bordelaise”, las arañas siguen correteando por las esquinas de las páginas del libro de cocina…

Si preguntásemos a cada entusiasta de la literatura por las razones que le llevan a dar rienda suelta a su afición, seguro que no obtendríamos dos respuestas iguales. Primero, porque las horas pasadas rodeados de palabras los hace inclinarse hacia una cierta incontinencia verbal (para muestra, léase este blog), algo difícil de reproducir con fidelidad. Segundo, porque cada persona esgrimirá motivos distintos: escapismo, estimulación sensorial, sed de conocimientos, entretenimiento, etc. Todas son válidas y honorables porque la percepción y deguste de cualquier obra creativa es una experiencia individual y privativa, otra forma de decir que “para los gustos, los colores”.

Yo tengo mis razones, que no son ni mejores ni más válidas ni más honorables que las del resto de aficionados. A mí, los libros me gustan porque me hacen sentirme libre. Desde el mismo momento que tomo un libro en mis manos u hojeo un catálogo de e-books por Internet, soy yo la que decido si lo leo o no. Cuando los estoy leyendo, soy yo la que decido si merece la pena y continúo hasta el final. Si mi juicio me ha jugado una mala pasada y la obra no despierta el interés prometido, puedo cerrar el libro o el e-book y buscar otro.

Este punto merece un aparte: en mi mundo, no hay peor pecado que no terminar de leer una obra. Es una especie de insolencia silenciosa hacia la historia, una injuria que desvaloriza las horas que el autor ha invertido escribiendo, editando, corrigiendo. Confieso que soy una pecadora: mi estómago no ha sido lo suficientemente fuerte como para terminar algún que otro libro.

Los libros nos hacen libres porque despiertan nuestro espíritu crítico. Lo liberan, principalmente, sacándolo de la apatía en la que esta sociedad lo sumerge con todo su arsenal mediático y económico. No estoy haciendo una crítica de la cultura actual –yo misma soy Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas, lo que quiere decir que soy una “boina verde” del sistema- solo pongo de manifiesto alguno de sus efectos sedantes.

Ya sé qué estáis pensando: las campañas de marketing y la política comercial de las editorial y las distribuidoras marcan las pautas de lo que está disponible y puede encontrarse en los puntos de ventas. Pero gracias a las “autopistas de la información”, o sea los motores de búsqueda, redes sociales, blogs literarios, enciclopedias online, webs de autores, editoriales independientes, librerías virtuales, asociaciones literarias y páginas de clubs de lectores, yo puedo elegir con cierta independencia los títulos que me interesa leer. El único obstáculo infranqueable reside en la descatalogación o el agotamiento de algunas ediciones en papel, aunque hoy en día existen webs dedicadas tanto a la recuperación de estas obras como a su conversión en e-books para garantizar un aprovisionamiento mínimo. Además, hay páginas como Creative Commons http://creativecommons.org que ofrecen un marco utilizar y compartir textos sin ánimo de lucro.

Cuando estoy leyendo no solo voy desmadejando las historias contadas, sino que también imagino situaciones, relaciono la narración con otras obras,  conecto el estilo del autor con el de otros escritores, bosquejo sub-tramas, construyo físicamente los personajes… además de que disfruto con el flujo de las palabras. Me susurran aventuras y destapan misterios con la misma facilidad con la que me aterrorizan o me hacen llorar de risa.

En resumen… soy libre para viajar… sin reservar billetes de tren ni hoteles… con un libro. ¿Entendéis ahora mi enamoramiento?

 

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