Papel

por Cristina Jurado

—Como ya le he dicho, Fernández, Papelería Viuda de Ripollés e Hijos, es algo más que un negocio. Usted se va a convertir en miembro de una comunidad que siente devoción por el trabajo bien hecho.

Don Justo se acaricia la papada que, al hablar, enrojecía. Fernández asentía complacido. El discurso de su recién estrenado jefe le conmovía y se supo feliz con la certeza de que otros tomarían las decisiones por él.

—El insigne veneciano trajo consigo el preciado descubrimiento desde Oriente, haciendo posible que la civilización…

Aquella deforme garganta roja se hinchaba de entusiasmo mientras la saliva emitida a intervalos regulares regaba al empleado. Fernández gozaba con aquel bautismo iniciador.

—Por ello, Fernández, deberá admirar profundamente el noble bien que nos sustenta: el papel. ¡Qué digo admirar! ¡Reverenciar! Un aprecio espiritual que con el tiempo se convertirá en una relación casi física, ¡créame!

El empleado siguió a Don Justo desde la luz y el bullicio de la tienda y las oficinas hasta las sombras del almacén. Como el aceite estaba racionado, los candiles solo se utilizaban para atender al público y en invierno, cuando faltaba la luz. El almacén y las oficinas, a excepción del despacho de don Justo, estaban siempre en penumbra.

Los uniformes de los que allí trabajaban le recordaban a un ejercito doméstico de topos en la oscuridad. Fernández seguía como hechizado el cuello del que ya consideraba como su amo.

—Le aseguro que pronto se sentirá impregnado de nuestro surtido y, puedo decir no sin orgullo, que se trata del más amplio de la región —.Don Justo acarició los pliegos de una estantería con la papada palpitante y las manos temblorosas—. Pero… ¡tóquelo, hombre! ¡Sienta la suavidad de este magnifico papel couché!

Fernández le imitó percibiendo su tacto agradable. De esta manera avanzaron ambos entre los armarios rebosantes de cuartillas y las cajas llenas de rollos de diferente textura y tamaño. Tras manosear varias veces el papel de embalar, el dueño se detuvo delante de varios cajones. Su subordinado ahogaba gritos de júbilo ahora que podía compartir aquellos minutos con su superior.

—Éste es mi preferido, Fernández. ¡El papel de estaño! Observe qué calidad, qué brillo. ¿No le parece extraordinario? Pero ¡acérquese y cójalo! ¡Vamos! ¡Sienta su frescura y su olor! ¡Pruébelo!

Fernández lamía aquellas hojas plateadas mientras Don Justo le acercaba nuevos pliegos. Un nuevo sentimiento de dicha le invadió. Por primera vez experimentaba el áspero gozo de quien se sabe insignificante pero privilegiado.

—¡Saboréelo! ¡No se resista! Aquí tiene el papel esmerilado. ¡Así! Y este papel de Armenia también. ¡Lama, lama!”

Los dos pasaban la lengua sobre las hojas con evidente placer. Y, así, recorrieron todos los pasillos chupando, mordisqueando y manoseando el papel vegetal, el amargo papel de carbón, el de fieltro, el papel de estraza, el cartón cuero, el papel pautado y el cuadriculado. Lloraron cuando le tocó el turno al papel de lija, pero se repusieron inmediatamente con el engomado. Se tragaron el papel higiénico y el de Biblia y terminaron con los rollos de periódico. 

Con la respiración entrecortada Don Justa se despidió. 

—Y recuerde, Fernández, que hay pocos placeres tan sublimes como sentirse satisfecho por la labor bien realizada. Después de esta visita guiada, usted ya conoce todas nuestras mercancías. Le animo a repetir esta experiencia cuando sienta decaer el ánimo.

La sombra rechoncha del dueño ocultaba la humilde luz de los candiles. Se alejó caminando trabajosamente dejando a su empleado en plena crisis nerviosa intentando recuperar las hojas desordenadas. Los papeles volaban en remolinos.

La garganta hinchada de Don Justo se volvió una vez más desde el final del corredor. 

—Por cierto, Fernández. No olvide que la cuantía de los pliegos desperdiciados hoy se le descontará de su primer sueldo.

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