La literatura es una criatura deliciosa e imprevisible: cambia de predilección temática cuando uno menos se lo espera, como es habitual por otro lado en cualquier manifestación cultural. Y en lo que respecta al género la tendencia en los últimos tiempos se decanta por los escenarios post-apocalípticos. Station Eleven, de la canadiense Emily St. John Mandel, se presenta como una historia de supervivencia que intenta ofrecer una visión distinta del día después. He leído esta novela junto con Josep María Oriol, cuya reseña podéis encontrar aquí, y Miguel Codony, que ha publicado la suya aquí.

Emily St. John Mandel y su novela
El planteamiento de la narración repite una fórmula muy utilizada, tanto que la que suscribe es culpable de usarla en su propia novela: epidemia mortal, altamente contagiosa, rápidamente extendida, fin de la civilización tal y como se conoce, bla, bla, bla… La historia se centra en las vicisitudes de Kirsten, una joven superviviente, que forma parte de una troupe de artistas ambulantes. La Symphony conjuga actores y músicos que se dedican a entretener a las comunidades rurales desperdigadas por la zona de los grandes lagos estadounidenses. Porque los supervivientes han huido de las ciudades y se han refugiado en el campo o en los suburbios, lo más lógico en un momento en que la vuelta al cultivo del campo, a la ganadería y a la caza es la única posibilidad para sobrevivir. El mundo entero se vuelve “bio” por necesidad.
Esta premisa, como veis, no tiene nada de original: la vida es dura y ya no existen las comodidades de las que, actual y habitualmente, disfrutamos. Otras historias que tratan este mismo asunto, desde La carretera a Soy Leyenda o la española Cenital, lo hacen desde una óptica bastante negativa. Station Eleven es bastante más optimista y los supervivientes son capaces de reunirse y vivir en un entorno mucho menos amenazador que en las dos obras mencionadas. Esto no quiere decir que no existan peligros, pero de alguna manera se presentan de una manera bastante dulcificada. Es aquí donde empiezan los problemas: puedo comprar la epidemia, pero no se explica nada del virus. Si un microorganismo es tan contagioso y letal, no es efectivo, porque acabaría con su hospedador antes de poder infectar otros. Necesitaría un periodo de incubación mucho más largo que unos cuantos días. Otro de los problemas que se plantean es el reagrupamiento de los supervivientes. En un país tan grande como USA, ¿simplemente se encuentran por los caminos? Se habla muy de pasada del caos que reinaría en las ciudades, sin entrar en los problemas. Los supervivientes consiguen provisiones casi milagrosamente, etc, etc, etc.
La narración se vertebra alrededor de la historia de Kisten y de varios personajes relacionados con ella de una u otra manera. Hay flashbacks que permiten conocer el pasado de la chica, su origen y su fascinación con un comic que da título al libro. Precisamente mi buen amigo Josep María, del blog Voracilector, me pregunta cómo integra la autora el comic Station Eleven en la trama de la novela. Es uno de los aspectos más interesantes y atractivos de esta novela: para mí, el comic actúa como el mortero de la historia. Es el elemento conducto de la trama, además de servir para dar el giro argumental más importante. En realidad, en la primera parte del libro se nos descubre la gestación del cómic, mientras que en la segunda parte se narra sus vicisitudes una vez publicado. Confieso que la idea de que un comic pudiera convertirse en el libro sagrado de un culto me pareció muy atractiva, y apela a ciertas inquietudes humanistas que persigo. Porque, al final, poco importa lo que esté escrito ni qué clase de libro se considere sagrado. Lo decisivo es lo que sea interpretado a partir de ese contenido, que puede ser algo tan prosaico como un comic sobre las peripecias de una colonia humana en el espacio, como el comic “Station Eleven”.

El supuesto comic que da título a la novela
Otra de las ideas que creo merece la pena destacar es la importancia que la autora da a las artes en una situación límite como es el fin del mundo tal y como está organizado actualmente. En un panel sobre naves gerenacionales al que asistí en la LonCon, la convención internacional de ciencia ficción y fantasía del verano pasado, se hablaba de la importancia de que la tripulación de una nave que fuera a viajar durante varias generaciones por el espacio estuviera compuesta por científicos y técnicos. A mi pregunta de a qué quedarían relegadas las artes y quienes las practican, el panel comenzó a especular sobre la necesidad de incluir bibliotecas, pinacotecas, librerías musicales, etc… así como gentes que supieras de ellas. En honor a la verdad me fastidiaba bastante ver que yo, por ejemplo, no tendría cabida en una nave generacional. Pero la discusión empezó a analizar la importancia y el papel de las artes para el enriquecimiento del ser humano y, ulteriormente, su supervivencia.
Creo que Emily St. John Mandel entiende las prácticas artísticas como una forma de mantener la cordura en un momento de crisis máxima, de anclar al ser humano en la sociedad: nos permite reunirnos para disfrutar de ellas, nos exige cierta disciplina en los ensayos, nos alimenta espiritualmente en un momento en el que las necesidades básicas ya no están cubiertas… De alguna manera entiendo que la escritora hace apología del arte como una de las cosas que hace que el ser humano sea precisamente “humano”. Y la reflexión se extiende en que, para sobrevivir, no solo es necesario cubrir las necesidades vitales: el museo de Clark, el propio comic, las representaciones de The Symphony…
Mi querido amigo Miquel Codony de la Biblioteca de Ilium, me pregunta a qué atribuyo el éxito de esta novela (Station Eleven ha ganado el Arthur C Clarke Award, ha sido finalista de algunos de los principales premios literarios generalistas como el National Book Award o el PEN/Faulkner Award, además de estar considerada como una de las mejores diez novelas del año por el Washington Post, Time, Kirkus y seguro que me dejo alguno. También ha recibido críticas extremadamente positivas por parte del NY Times y The Guardian). Una de las razones de su éxito es su capacidad para acercar la ciencia ficción a un público más mainstream. El hecho de que haya sido nominada a galardones generalistas creo que así lo demuestra, lo mismo que el que haya sido incluida en las listas de medios como los ya mencionados. Es una tendencia que está tomando fuerza en los últimos años (véase la trilogía The Southern Reach de Jeff VanderMeer). Se trata de utilizar temáticas/escenarios/situaciones/
tratamientos procedentes de la ciencia ficción, la fantasía y el terror en historias que sean fácilmente reconocibles e interpretables por parte de la mayoría del público. Emily St. John Mandel no se arriesga, ni siquiera en la estructura, y traza personajes con los que la juventud, la masa consumidora que el marketing adora, puede identificarse fácilmente. En el caso de las estructura, aparentemente hay voluntad de innovar con flashbacks que se mezclan con la narración del presente, pero no se trata más que de un artificio para empaquetar la historia, en mi opinión, que tampoco aporta demasiado a la acción.
Comprendo que para los lectores que no leen habitualmente ciencia ficción, fantasía y terror pueda ser una obra atractiva, y creo que entretiene y hace reflexionar sobre temas interesantes de nuestra sociedad, como todas las historias post-apocalípticas. Pero creo que va a saber a poco a los aficionados a estos géneros: realmente no ofrece nada nuevo, ni siquiera estructuralmente, y hay algunas cuestiones de la historia que son tan cuestionables que amenazan su credibilidad. Una novela correcta y poco más. Por sus características, no me extrañaría que se convirtiese en película o serie de TV.