Bionautas

Bionautas es una novela de ciencia ficción sobre qué significa ser «humano», sobre la familia, sobre el choque de culturas, sobre la maternidad, y sobre la supervivencia. Editada por Literup, con portada de Libertad Delgado y un prólogo fantástico de Nieves Mories, es una historia que pone punto y final a una obsesión que se inició cuando yo tenía trece años. A continuación, y con permiso de la editorial, podéis leer los primeros párrafos.

Portada de Mariana Palova

« The nature of life on Earth and the search for life
elsewhere are two sides of the same question—the search for who we are.» 
  Carl Sagan (Cosmos, 1985)


La adolescente se los imaginaba descendiendo del cielo en enormes cuervos metálicos. Dibujó las alas, capaces de plegarse y extenderse según lo requiriese la maniobra, y a ellos, los bionautas, todos versiones mudas de un mismo cuerpo: personas con el mismo color de ojos y de cabello, misma altura, misma complexión delgada, misma falta de expresión en el rostro y mismo silencio. ¿Cómo se dibuja el silencio? Lo dejaría para más adelante.

La adolescente se los imaginaba descendiendo del cielo en enormes cuervos metálicos. Dibujó las alas, capaces de plegarse y extenderse según lo requiriese la maniobra, y a ellos, los bionautas, todos versiones mudas de un mismo cuerpo: personas con el mismo color de ojos y de cabello, misma altura, misma complexión delgada, misma falta de expresión en el rostro y mismo silencio. ¿Cómo se dibuja el silencio? Lo dejaría para más adelante.

La adolescente se los imaginaba descendiendo del cielo en enormes cuervos metálicos. Dibujó las alas, capaces de plegarse y extenderse según lo requiriese la maniobra, y a ellos, los bionautas, todos versiones mudas de un mismo cuerpo: personas con el mismo color de ojos y de cabello, misma altura, misma complexión delgada, misma falta de expresión en el rostro y mismo silencio. ¿Cómo se dibuja el silencio? Lo dejaría para más adelante.

  Acarició las letras que aparecían en la cubierta del cuaderno. Formaban la palabra «Lily» en un estilo sencillo de  tonos plateados. Su padre Hugo había añadido a mano el nombre. Pero ella tenía cuatro nombres más.

  En la siguiente viñeta esbozó un montículo de cadáveres. Dejó vacías las expresiones de los rostros para concentrarse en el paisaje, delineando los edificios y entreteniéndose en los detalles arquitectónicos. La luz proyectaba sombras violetas en la página y la chica, cuando se dio cuenta, dejó de dibujar para contemplar el efecto echando hacia atrás la cabeza.

  Envidiaba a quienes escribían diarios para desahogarse. Ella tenía que dibujar. Cuando traducía sus pensamientos a composiciones de formas y colores, conseguía calmar la ansiedad que la acompañaba desde hacía meses, desde que descubrió las voces que la hablaban. En los peores días se trataba de lamentos apagados aunque la mayoría de las veces eran murmullos que la perseguían allí donde iba.

  Trató de ignorarlas pero, al final, cayó enferma porque no la dejaban descansar por las noches e interferían en todos los instantes su vida. Todo era confusión y caos, y pensó que estaba volviéndose loca.

  Elio, su padre bionauta, la instaló en su propia habitación, aquella construida con materia inteligente y que le había estado vetada siempre. La cuidó durante días y noches, y le enseñó a controlar el ruido incesante.

  Pero aquello no era suficiente. Ella necesitaba respuestas. Suplicó una explicación y su padre Elio se la dio de la única manera que un bionauta podía hacerlo de manera eficiente: en forma de grabación.

  Mientras seguía dibujando, Lily dio mentalmente la orden de iniciar la reproducción.

Uno por ciento

«Qué es lo primero que harías en un planeta viable si pudieras salir sin traje ni máscara, Elio?», me preguntó una vez Siry.

«Correr. Correr sin detenerme» le respondí. «Pisar algo distinto al suelo de esta asquerosa nave, o al manto rocoso de un mundo envenenado a través del traje.»

Nos lo dijimos con el ruido de las demás conversaciones de fondo, aquel sonido familiar que significaba que todo cuanto decíamos era público, el mismo ruido que tanto te ha perturbado en los últimos ciclos. En realidad no hablábamos o por lo menos, no como se hablaba en la Tierra. Disponíamos de un lenguaje propio muy rico, ahora lo sabes, porque te he enseñado sus rudimentos para que puedas filtrar las conversaciones del neurotema y controles las voces que escuchas.

Sé que buscas respuestas, que hay cosas ocultas en tu pasado que necesitas descubrir. Me hubiera gustado poder contártelas cara a cara pero tu historia, que es la mía, la de Padre Hugo y la de Madre Maya, es demasiado larga y dolorosa. Son demasiadas palabras vocalizadas, demasiado esfuerzo para mí, que crecí mudo. Esta grabación, configurada a través del neurotema, es la mejor manera y la más eficaz para revelártelas.

Pero me he remontado a cuando aún vivíamos en el espacio y todo estaba limitado, o prohibido, o controlado. Aquello era malvivir. Porque el espacio está diseñado para acabar con uno y no hay nada hermoso entre las estrellas. Parecen muy bellas desde aquí abajo, brillos delicados que iluminan la noche eterna que es el espacio, pero te aseguro que esa imagen es engañosa. Nada ni nadie nos quiere por allí, viajando de un punto al otro del universo, moviendo nuestros hogares nómadas con infinito esfuerzo, dejando nuestros deshechos desperdigados por el vacío, esa misma mierda que algún día encontrará la manera de volver a nosotros porque se haya acoplado a algún cometa o asteroide, que golpeará las mismas unidades navegadoras desde las que alguna vez salió, o caerá en los jardines de las colonias que construiremos, allí donde los elementos y la gravedad nos lo permitan.

No me gusta hablar de cuando vivíamos en el espacio, en aquellas unidades navegadoras que no olían a nada. Es difícil imaginar un sitio así, lo sé, cuando aquí hay tantos aromas diferentes y sabores y colores. Ni siquiera teníamos palabras para designar «dulce» o «agrio». Es una de las cosas que más me costó entender cuando llegamos y aprendimos los lenguajes de la Tierra. Es curioso: hay decenas de ellos. Nosotros solo teníamos uno y ni siquiera estábamos autorizados a hablarlo, solo a transmitirlo mediante el neurotema.  

Podría contarte mil cosas sobre el idioma de los Alqilaq. Ellos también articulan expulsando el aire a través de la parte anterior de su sistema respiratorio. Las distintas combinaciones en la intensidad, duración y dirección de dichos soplos les permiten comunicarse, pero el esfuerzo que tienen que realizar para emitir tan solo una bocanada de aire los agota. Por ello son una de las formas de vida más tristes y que más se deprimen en el universo. Los recuerdo y su meras imágenes mentales me ahogan la garganta.

Como te digo, prefiero no desvelarte mucho sobre aquellos ciclos, pero los rumores son ciertos: las unidades navegadoras eran iguales a los trasbordadores, solo que cientos de veces más grandes. Si consiguieras ponerte en órbita, podrías verlas.

Si tuviera que definirlas con una sola palabra, sería… «blanco». Todo era blanco. Bueno, en realidad también podía ser negro, como la imagen del exterior que entraba por las escotillas y los miradores. Blanco y negro, como una de esas películas antiguas que Padre nos ha enseñado alguna vez y que me horrorizan. Ahora supongo que entiendes por qué no me gustan. Le pedí que no las vuelva a poner. Es doloroso.

«Los recuerdos duelen» decía Siry. La hecho mucho de menos. Cada día imagino que llama a la puerta y abro, y me abraza y trae una caja con algún liquen alienígena de no sé dónde. La recuerdo con un contenedor en las manos, con especímenes del módulo biosfera. Siempre le gustaron las formas de vida que encontrábamos y tenía facilidad para hacerse cargo de ellas. Les hablaba. Aquí eso es normal; he visto gente cantándole a los girasoles o dando discursos a campos de trigo, pero en las unidades navegadoras aquello era ilegal. […]

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